Si convenimos en que las tradiciones son ideas acompañadas de un sentimiento de certeza, esta nueva entrega de Celestino Mesa refleja de forma meridiana su pensamiento pictórico. Y como le da igual plasmarlo en óleo que en acuarela, técnicas en las que exhibe una luminosa precisión, su obra recupera, renueva y exalta la visión pura y esencial de costumbres y actividades de otro tiempo. Las que no han sobrevivido, las que han sido sustituidas por avances y técnicas modernistas, las que engrosaban un rincón olvidado de la historia han encontrado en los pinceles de Mesa un destacado resurgimiento cromático.
Es la certeza del pintor que va agregando elementos divergentes que estimulan la asociación. Y es que lo que hoy es tradición, un día fue novedad. Artista de la luz y del sentimiento, como le definiera Javier de la Rosa, miembro de las asociaciones española e internacional de críticos de arte, Celestino Mesa desgrana sus figuras en una paisajística heterogénea y espléndidamente interpretada, ya sea en plena recolección de productos naturales en terrenos agrícolas, en las faenas de la vendimia, en la siega de los trigales o en los frutos del mar llegados al litoral tacorontero.
Porque siempre fue un artista pegado al medio, hoy vuelve a aparecer quien imprime a la escena campesina o rural un peculiar sello de luz que ha actuado casi como foco obsesivo de su quehacer, de su plástica delicada, siempre atractiva. Escribió el orotavense Juan del Castillo que “Celestino, todo lo que sabe, lo ha aprendido mirando a la isla”. Le sitúa en la larga nómina de pintores del norte: “Paisaje verde y perfumado, colorido alegre, manchas sensuales y luminosas”.
Esa mirada es decisiva no sólo para profundizar y perfeccionar “trabajos llenos de reminiscencias ancestrales del tipismo canario”, como atinadamente los enfocara el crítico Joaquín Castro San Luis cuando contempló la serie “Senderos de luz y agua”, hace ya casi catorce años, sino para que sus creaciones cobren vida con la hermosura de quien se esmera en propiciarla y reflejarla.
La mirada isleña de Celestino desparrama trazos sutiles y espontánea frescura. “Lavando gotea el agua sobre las acuarelas”, dice De la Rosa tras la breve y gráfica descripción de aquellas estampas que sustancian una licencia para la nostalgia, “las ñameras abanicando el tiempo y el musgo rodeando el agua muerta”, y envuelven la atmósfera canaria que tanto gusta atribuir al pintor prácticamente a lo largo de toda su trayectoria, esta vez “con aroma a espliego y lavandas”.
Esa mirada hace que los cuadros de Celestino Mesa sean también un canto al territorio, al pico, a la vegetación, a cierta fauna, al Atlántico, a la orografía, a las formas rocosas y al silencio inmortal de los barrancos. Un canto que se proyecta desde Tenerife y acompaña a las manifestaciones romeras y fervorosas, impregnado de policromía a veces desenfadada, a veces más rigurosa. Las cepas de la vendimia, la recolección de higos adheridos a las verdes tuneras, la limpieza de las liliáceas y la separación de las mazorcas en plena azotea, desde donde se otean las techumbres inconfundibles que resisten el paso del modernismo constructivo, reflejan la serena y luminosa armonía de su vena pictórica.
El autor se funde con lo lúdico y lo religioso, con el trabajo y la diversión, con la naturaleza y los recursos derivados que se hicieron usos sociales durante muchos años para enriquecer el acervo y contribuir a los rasgos identitarios. Es como si hubiera tomado al pie de la letra aquel planteamiento del periodista y político colombiano, dos veces presidente de su país, Alberto Lleras Camargo: “Un pueblo sin tradición es un pueblo sin porvenir”.
Es una fusión vitalista, la inspiración materializada sobre el lienzo, el feliz resultado tras la búsqueda incesante de actividades y elementos que arraigaron en amplios núcleos de población y en ámbitos que Mesa ha rescatado con donosura de artista consumado para hacer más valiosa aún la etnografía isleña.
Rafael Gómez León, maestro y director de la revista especializada “El Pajar”, es autor de un excelente trabajo de investigación que llevó a cabo al comisariar aquella recordada exposición “El agua, de la fuente a la talla”. Cuando escribe que “Suele ser poco frecuente o por lo menos inusual que elementos de lo cotidiano, de nuestra vida, adquieran el rango de material de exposición. Que determinadas estampas de nuestro pasado más reciente puedan seguir presentes en nuestras retinas, o por lo menos, contribuir a hacerlas añorar de nuestro subconsciente”, está condensando -sin querer, naturalmente- esta producción de Celestino Mesa con la que, siguiendo su relato, “podremos valorar colectivamente el trabajo y el día a día de las generaciones que nos precedieron, contribuyendo a configurar parte de nuestra entidad como pueblo”.
Ahí están, en efecto, recuerdos y sentimientos “en los que -por seguir estas ideas de Gómez León, recopiladas desde la información oral- se esconden años de gran dureza y miseria. Donde, de generación en generación se transmiten usos y costumbres de nuestros viejos, nuestro folklore, la tradición oral, el respeto a nuestro entorno…”.
Las acequias, los lavaderos públicos (tres había en la Villa: uno, en La Piedad; otro en la calle San Francisco y otro en Santo Domingo), lugar de cita de jóvenes lavanderas que, entre cantares y romances, pasaban las largas horas de labor, los chorros de abasto, las albercas… son, entre otros, elementos del patrimonio hidráulico una de cuyas manifestaciones Celestino Mesa ha querido refrescar o “lavar”, por emplear el mismo verbo que da título a su colección, tan plena de luz y sentimiento como ya hemos dicho, tan llena de querencias que termina emocionando, incluso en cualquiera de sus recreaciones.
Acertó el profesor Manuel Pérez Rodríguez cuando advirtió en la pintura del artista “los más sutiles perfiles del paisaje nivariense” y cuando sentenció que era “ecológica, sentida y canaria”. Esas cualidades perviven en esta serie, una licencia para la nostalgia, como quedó dicho, pero también una concesión al costumbrismo y al naturalismo que precisan ser aireados.
“Porque la verdadera tradición no emana del pasado; ni está en el presente ni en el porvenir; no es sirviente del tiempo (…) La tradición no es la historia. La tradición es la eternidad”.
Lo escribió hace muchos años Alfonso Rodríguez Castelao, uno de los padres del nacionalismo gallego, médico, dibujante y pintor para más señas. La cita es válida para dimensionar el sentido de la obra de Celestino Mesa: resulta que las tradiciones no son sirvientes del tiempo. Claro: son la esencia de la eternidad que alguien se ha encargado de darle forma pictórica.
Lavarlas para inmortalizarlas. Esa es la conclusión.
(Texto leído durante la presentación de la exposición de Celestino Mesa, "Lavando tradiciones", en el Liceo Taoro, viernes 30 de noviembre de 2012)
Fuente: Garcia en blog (Salvador García Llanos)