La primera matrícula fiscal conservada en el Ayuntamiento de La Orotava data de 1841, precisamente el año en que se incendió su sede del antiguo colegio jesuita y en la que desapareció su archivo. En ella aparecen registrados 6 especuladores de mosto, 26 arrieros, 3 abogados, un médico, José Fernández, una única fonda, la de María Mallorquín, 4 escribanos, 4 procuradores, 2 fabricantes de sombreros, Francisco Guerra y Manuel García. 24 eran las ventas, 15 de ellas regentadas por mujeres, 5 panaderas, 1 cerero, Domingo Muñoz, una comadre, María Díaz, 7 traficantes de carne, 5 maestros de cantería, Nicolás Escobar, Francisco Mallorquín, Juan Donado, Antonio Picar y Esteban Casanova, 2 herreros, José Luis Tosco y Clemente Rodríguez, 3 destilas de aguardiente, 3 albañiles (Agustín León, Tomás Mora y Policarpo Vento, 1 albardero, Francisco Cala, 2 toneleros, Juan Manuel Abreu y Manuel Vergara y 2 herradores Francisco y Gil Quintero1.
En la de 1843 se registra el platero José Domingo Acosta, el último que residió en la villa. Los molinos en funcionamiento eran los de Juana Lercaro, Antonio Monteverde, Nicolás Urtusáustegui, Juan González Lugo, Incolaza Valcárcel, José García Lugo, Juan Ascanio, Tomás Cólogan y el de los herederos de Rafael de Frías. En la de 1846 se registra como dueños de pozos de nieves Antonio Carmona. En la de 1848 aparecen 3 carpinteros: Antonio Rodríguez, Agustín Delgado y Jacob Trujillo, 2 mamposteros, Tomás Mora y Agustín de León y 4 venteros Antonio Beltrán, Juan Padrón, Micaela Esquivel y Ana García Padrón y un único herrador, Gabriel Quintero. En la de 1849 son dos los facultativos Miguel Villalba y Juan Padrón y Domingo Betancourt se registra como dueño de una mesa de villar. En 1852 José Govea, que tendrá más tarde una pensión en la casa Díaz Flores, se inscribe como mesonero. 5 son los venteros: María del Carmen Borges, Antonio Beltrán, Sinfoniano Anceaume, Juan Peña y Gabriel Quintero y uno vendedor de pescado Juan José León2.
Estas matrículas acontecen en función de la realidad socio-económica que atraviesa el municipio. La matrícula de 1852 es la primera que diferencia en categorías entre vendedores de géneros ultramarinos y figoneros o venteros, los primeros son ya comercios de mayor entidad, con géneros importados, los segundos siguen siendo las tradicionales ventas isleñas, que expenden tanto alcohol y alguna que otra comida, junto con comestibles. Las primeras son esencialmente las que aparecían anotadas como venteros en la relación anterior: Antonio Beltrán, María del Carmen Borges, Sinfoniano Anceaume, Sebastián García y Agustín de Armas. Las últimas eran 24, 9 de ellas desempeñadas por mujeres. Se produce de esa forma una paulatina asunción de ese oficio, que era típicamente femenino en el Antiguo Régimen, como las panaderas, por parte de los varones.
Sin embargo esta división salomónica provoca disensiones. El 20 de febrero de 1852, uno de los calificados como vendedor de géneros ultramarinos, Sebastián García Rivero se queja que entre los establecimientos de esta clase en este pueblo “hay dos que tanto por el capital que encierra como por los parajes de su situación, al lado de todas las personas más susceptibles del consumo de los artículos que en ellos se expenden, deben de considerarse de primer orden, el uno es de Don Bernardino González, a cargo de María del Carmen Borges, y el otro de Don Antonio González Beltrán. Estos establecimientos para los que sus dueños introducen los géneros en grandes cantidades, vendiendo por menor y menor, según su clase, y cuyos capitales ascienden a más del quíntuplo del que suscribe, se encuentran en la matrícula de una misma categoría”. Él sólo los vende en muy pequeñas proporciones, “conducidas desde el Puerto de la Cruz y otras compradas para revender en estos miserables establecimientos que pagan según la matrícula idéntica cantidad”. Señala que eso se puede apreciar por sus capitales y “por el sitio en que se halla colocado en un barrio habitado por unos cuantos vecinos miserables que apenas alcanzar para granjearse otros renglones del país, como de la subsistencia”. Si le obligaban al pago se veía abocado a cerrar.
Este dato es interesante porque sitúa claramente el eje del problema. En la villa sólo existían dos tiendas de géneros propiamente dichas, las del célebre Bernardino González, padre de Nicandro González, regentada por su madre, y la de Antonio Beltrán. Las demás vendían algunos, pero en ínfima cantidad, eran unas ventas algo mayores. Es bien significativo que en ese año la de Anceaume, en la calle Home, la añeja lonja colorada, modifique su categoría a la de lonja. En 1854 sólo se registran como tiendas de lienzos las de Beltrán y una nueva, la de Saturnino Cámara. Como de géneros ultramarinos, además de la de Beltrán, se encuentran la de María del Carmen Borges, Agustín de Armas, Sinforiano Anceaume y Rafael Valladares. Como única venta de pescado, la de Juan José León4.
En 1857 aparecen otros dos nuevas tiendas de lienzos, la de la portuense Úrsula Barlet, en la calle León nº8 y la de Alonso Pérez. La primera se convertirá en una tienda de ultramarinos que permanecerá abierta desde entonces cerca de siglo y medio, regentada primero por esa señora, después por su hijo José Gutiérrez Barlet, y más tarde por el que fuera al principio su empleado Jesús Hernández González, y finalmente por su hijo Manuel Hernández Perera. Se registró como género de establecimientos comestibles el 30 de mayo de 1858, que convierte en definitiva en 1865.
En la matrícula de 1858 eran 20 las ventas de pan y frutas. Como cuestión curiosa en el terreno de las mentalidades se inscriben con dos dueños, si estaban casados aparecen los dos cónyuges, sino dos mujeres, como era el caso de Dolores Estévez y Josefa Hernández, lo que demuestra que, a pesar de los cambios experimentados, seguía siendo una profesión típicamente femenina, sólo que en su aspiración a ascender de categoría en la reputación social, comienzan a ser detentadas también por los maridos en algunas ocasiones. Es bien curioso esto, porque entre los emigrantes canarios al Nuevo Mundo, la pulpería, que se identifica con nuestra venta, era una actividad de hombres, generalmente dos varones, en los que uno aporta el capital y el otro el trabajo6. Sin embargo, en las Islas, la emigración masculina obligó tradicionalmente a la mujer a llevar las lonjas, las ventas y las tabernas como una forma de garantizarse en el mundo urbano una mínima subsistencia, lo que explica la pervivencia de éstas como oficios femeninos a pesar de los cambios en los roles sociales en una sociedad como la villera de mediados del siglo XIX en la que la expansión económica, motivada por el auge de la cochinilla, y la penetración de nuevos hábitos y producciones, en una sociedad que tiende a introducir las importaciones, frente al tradicional autoabastecimiento dentro del Archipiélago, paulatinamente erosiona las estructuras tradicionales. Con todo cabe decir que la gran mayoría de ventas registradas de este tipo siguen siendo llevadas por mujeres.
En 1858 se registra por primera vez como tal por parte de Casiano Bethencourt un establecimiento de tejidos de lana, seda y algodón en la calle de la Carrera, continuando como de lencería el de Saturnino Cámara en la calle Home (Tomás Pérez). De géneros comestibles es el de Francisco Álamo y Perdigón en la Carrera y el de Alonso Pérez en la calle del Agua (Tomás Zerolo), en una sala baja de la casa de José García Benítez. Como de quincalla aparece el de Pedro Oramas y Morales en la calle de la Iglesia (actual Inocencio García), como de lienzos a puerta cerrada la de Magdalena Febles y como de pañuelos y abacería la de María Hernández. Francisco Cáceres es el primer barbero que aparece anotado7. Es este un hecho indicativo de un cambio cualitativo experimentado en la sociedad tinerfeña. En el Antiguo Régimen, dentista, barbero y curandero eran oficios considerados como bajos que eran ejercidos por las mismas personas. Ocurría igual que con las parteras, estimadas también como viles, pero que, al mismo tiempo, eran imprescindibles. A mediados del XVIII las nuevas costumbres entre las elites sociales, como las de las pelucas. Explican que aparezcan los peluqueros, pero éstos generalmente eran foráneos. Sin embargo, a mediados del siglo XIX las barberías adquieren ya la imagen de establecimientos respetables, sin nada que ver ya como sus relaciones ancestrales.
Manuel Hernández González
Profesor de Historia de la Universidad de La Laguna